Esa América Latina

Allan Fajardo

“En América Latina, lo maravilloso se encuentra en vuelta de cada esquina, en el desorden, en lo pintoresco de nuestras ciudades… En nuestra naturaleza… Y también en nuestra historia”. – Alejo Carpentier

Estoy en mi tercer viaje por el Perú y ahora si he podido separarme del trabajo y he sacado el tiempo para caminar por las calles tanto de Lima y de Piura. Hoy es domingo y por gracia divina no tenía nada que hacer, así que no hubo nada mejor que tomar un taxi y perderme en el centro de Piura.

Piura es la capital de la provincia del mismo nombre en el norte del Perú, a dieciséis horas en autobús de Lima. Siempre he volado desde Lima, ahorrándome el largo viaje terrestre, aunque debo de admitir que un día de estos me gustaría experimentar los autobuses peruanos.

Esta semana, como suele suceder en los viajes de trabajo, ha sido sumamente agotadora y he llegado a niveles altísimos de estrés, así que este domingo ha caído como lluvia de mayo. Después del café de la mañana y unas tostadas de pan, salí a la calle a enfrentarme con 34 grados centígrados y un sol que invita a soñar.

Estoy residiendo en las afueras de la ciudad, muy cerca del poblado de Catacaos, el cual es un pueblito bastante pintoresco, que me hace recordar a Valle de Ángeles en Honduras. Piura es un caos urbano, una ciudad que ha crecido aceleradamente, al igual que varias ciudades de Latinoamérica. El tráfico y el desorden vial son una constante que se repite a cada segundo y los ensordecedores pitos de los autos son una especie de sinfonía macabra.

Una de las cosas que disfruto cuando viajo es hablar con los taxistas. Creo que son el perfecto punto de referencia para conocer a profundidad una ciudad.  Al abordar un diminuto taxi color amarillo y después de hablar sobre el calor, el taxista directamente me preguntó: “¿de dónde es?” Le contesté: “Soy de Honduras, pero vivo en Canadá”. El pobre no tenía idea dónde estaba Honduras y creía que Canadá era un estado de los Estados Unidos, así que me vi en la necesidad de impartir la más básica de las clases de geografía que puede existir. Después de eso, me preguntó: “¿Y cuántas horas de avión son necesarias para llegar a Canadá?” Cuando le dije que casi nueve horas frunció el seño y me dijo “ni loco me encierro en un avión por tanto tiempo”. Aquel comentario me causó risa y seguimos hablando.

Mientras circulábamos por la carretera de dos vías que viene de Catacaos a Piura, el taxista me dijo “antes aquí no había nada; todas estas tierras eran para sembrar arroz y ahora mire como se están construyendo casas”. Es que Perú tiene una de las tasas de crecimiento económico más altas de América Latina, con un 6%, y en la provincia de Piura el crecimiento es de un 13%, convirtiéndose en la provincia record en crecimiento. Esa bonanza económica ha traído varios inversionistas extranjeros al Perú; al parecer todos quieren aprovechar al buen momento de la economía peruana y explotar la riqueza de los recursos naturales que posee el país.

Los vuelos de Lima a Piura están repletos y encontrar una habitación de hotel es sumamente difícil, todo es como la fiebre del oro que tuvo lugar en los Estados Unidos a mediados del siglo diecinueve. Todos quieren tener su pedacito de gloria y así es como inversionistas de China, los Estados Unidos y Canadá, por mencionar algunos, a hacerse un hueco en el país sudamericano. Sin quererlo estoy siendo parte de tal “elenco” y muchas veces me da asco mi trabajo y me pregunto ¿Qué diablos estoy haciendo trabajando para una de las tantas  corporaciones poderosas que solamente buscan multiplicar sus millones?

El taxi me dejo en la Plaza de Armas, me baje del taxi no sin antes despedirme del amable taxista que le había parecido un horror el hecho de estar encerrado en un avión por nueve horas.

La plaza de Armas es el centro neurálgico de la urbe y punto de encuentro para los piurenses que habitan la ciudad y que suman casi dos millones de personas.

Este es mi primer domingo en Piura y pude apreciar una ciudad diferente, no tan congestionada y más serena. Me recordó mucho a como son los domingos en Tegucigalpa.

Me perdí en las estrechas calles y aproveché para tomar fotos, fotos de edificios viejos, que parecen que se van a venir al suelo, mientras están siendo reemplazados por modernas edificaciones. Tomé fotos de las callecitas, de la Plaza de Armas y de una leyenda escrita en una pared de una casa que tenía cientos de años que rezaba así “la poesía nunca morirá, así como nunca morirán los amores olvidados”.

El calor norteño arreciaba fuerte y al parecer yo era una de las pocas personas que se atrevía a caminar debajo del inclemente sol y es que después de haber vivido tres inviernos en Canadá, se valora cada rayo de sol. No obstante, las calles descansaban del bullicio diario, de los comerciantes que buscan agenciarse un par de soles para sobrevivir vendiendo los mas inimaginables artículos o ofreciendo la última pomada que es capaz de borrar hasta las cicatrices del alma. Andando y andando me fue imposible no pensar en Honduras, en lo similar que son todos los pueblos latinoamericanos y que a pesar de que las distancias entre ellos son enormes, conservan la misma mirada a veces cansada, otras veces llena de esperanza.

Desde México a la Tierra del Fuego, compartimos la misma realidad, tenemos los mismos problemas y aunque el New York Times asegure que la economía latinoamericana va por buen camino, solo nosotros sabemos que seguimos tan jodidos como siempre, que seguimos aferrándonos a que un mejor porvenir está por llegar mientras se hace malabares para no irse a la cama con el estomago vacío.

Siempre me ha llamado la atención los rostros de las personas, principalmente los rostros de los ancianos, esa mirada triste y los surcos tan definidos en las frentes, y siempre he querido tomar fotos de esos rostros que se encuentran regados por las calles, sin embargo, me da mucha pena descargar mi lente e inmortalizar esos rostros en una foto. No sé; me parece que estoy abusando de la voluntad humana y me da vergüenza preguntar: ¿Puedo tomarle una foto? Mi cámara tuvo que contenerse de dispararse para capturar el rostro de una anciana que me pidió un sol. Estaba tirada en una acera cualquiera, con la cara curtida por el duro sol y la mano extendida soportando el peso inclemente de la gravedad. Le di un sol. Quise pedirle permiso para tomarle una foto, pero, luego me pregunté ¿Para qué? Quizás aquella humilde anciana pudiera pensar que mi cámara le arrebataría el alma o acaso la hipotética foto ¿serviría para acabar con la humillación de pedir dinero para comer? No lo sé y no lo quiero saber.

Seguí caminando pensando en la vida, pensando en lo afortunado que soy por tener lo que tengo  y pensando ¿qué puedo hacer para cambiar esa Latinoamérica que me ha dado el soplo de vida?

Anduve y anduve, hasta que mis piernas empezaron a sentir el cansancio. Me senté en una banca de la Plaza de Armas y sentí esa maravillosa sensación de poder estar en Antigua, Guatemala o en La Paz, Bolivia o en alguna céntrica placita de Guanajuato, México. Llegué a la conclusión de que a pesar de la basteza de nuestra América Latina somos tan iguales, tenemos la misma descendencia y conservamos los mismos rasgos milenarios.

Los minutos fueron volando como espigas que se levantan con el viento de una tarde que poco a poco iba muriendo, mientras dos enamorados se comían las bocas a besos y en eso un chico de algunos quince años vino hacia donde me encontraba sentado a ofrecerme sus servicios para limpiar mis zapatos; otra vez volví a ver esa mirada perdida en un horizonte vacío donde la esperanza es solamente un resquicio de lo imposible.

Contesté gentilmente –que no- y el adolescente se retiró en compañía de su cajón de madera, el cual contenía el betún, los cepillos para lustrar, un trapo gastado y un bote con agua sucia. Cruzó la calle y se perdió en la soledad de este domingo caluroso y solitario.

Allan Fajardo nació en una pequeña ciudad en la costa de Honduras. Vivió varios años en Tegucigalpa, capital de Honduras, y en España antes de venir a Toronto. Ha trabajado en el campo comunitario, específicamente con inmigrantes y refugiados políticos. Actualmente trabaja como intérprete y traductor además de dedicarse a la literatura. Para ver más de sus escritos visite su blog, Apuntes de Vicerin.

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