Martin Boyd
En un artículo publicado en el número más reciente de la ATA Chronicle, Nataly Kelly plantea unas preguntas interesantes acerca de la imparcialidad profesional de los traductores e intérpretes. En particular, destaca que muchos traductores nos adherimos a creencias dudosas en cuestiones lingüísticas, tales como la creencia de que una variante regional de un idioma sea “mejor” que otra o que cada lengua debería mantenerse “pura”, libre de influencias extranjeras. Entre personas que carecen de conocimientos sobre la naturaleza y las funciones del lenguaje, la existencia de tales creencias tal vez sea comprensible, pero entre lingüistas, tales ideas reflejarían una falta de profesionalismo y una ignorancia de nuestra propia disciplina que debería preocuparnos.
En el campo de la lingüística, nociones tales como las de la “pureza del idioma” y el “uso correcto” o “mal uso” de las palabras se consideran erróneas por tratarse de conceptos subjetivos, a menudo con matices ideológicos, a través de los cuales se busca desvalorizar, reprimir o restringir a ciertas comunidades lingüísticas.
Sin embargo, no es difícil encontrar traductores, intérpretes e incluso profesores de lingüística que se adhieran a dichas creencias sin mayores reflexiones. Un ejemplo de ello es Marina Orellana, destacada traductora chilena, quien en su libro Buenas y malas palabras pretende dictar las reglas del uso “correcto” de la lengua española. No quiero decir que no nos hagan falta buenas guías lingüísticas que nos puedan instruir sobre las convenciones más aceptadas de una determinada comunidad lingüística; sin embargo, un título como Buenas y malas palabras seguramente suscita la pregunta: “buenas y malas… ¿según quién?” Según el mismo libro, la respuesta es la misma Sra. Orellana, quien parece haberse autoproclamado misionera en una noble cruzada por proteger la pureza del idioma español contra su contaminación por los infieles. Y en la introducción del libro, queda claro que para la autora el infiel más vil que amenaza la lengua de Cervantes es, por supuesto, el inglés.
A aquellos lectores que consideran exagerado el tono del párrafo anterior, les pido que cuenten el número de apariciones de la palabra “contaminación” en la breve introducción del libro, pues en solo dos páginas de texto se utiliza esta palabra tan tendenciosa en relación con el efecto nocivo que tiene el inglés sobre el español no menos de seis veces. Aunque es cierto que la autora evita la palabra “pureza”, el fundamento de su argumento queda bastante claro: un fuerte deseo de someter su idioma a una campaña de limpieza étnica.
La profesora Orellana ofrece varios ejemplos de esta “contaminación” del idioma español por el virus inglés. Uno es la palabra “chequeo”, cuyo uso es imperdonable, según la autora, por su origen de la palabra “check” en inglés. Dicha objeción parece sugerir que cualquier palabra que desea entrar al léxico español debe estar sujeta a un proceso rigoroso de inspección (en efecto, una revisión parecida a las que se realizan en la aduana) y debe ser rechazada como “contaminante” si resulta que sus orígenes étnicos no son deseables. La autora pretende ocultar su desprecio por el idioma inglés con el argumento que “chequeo” no es una palabra “al alcance de todos”, pero este mismo argumento lo refuta la nota al pie de la página, en la cual se confiesa la triste verdad de que “chequeo” ya figura en el Diccionario de la Real Academia Española y, por lo tanto, cualquier persona con acceso a un diccionario tiene el significado de la palabra a su “alcance”.
La repugnancia que expresa la autora hacia el efecto contaminante de del anglovirus es tan abrumadora que afirma que es “casi preferible un intento de traducción, aunque no sea muy feliz, a contaminar el idioma” con palabras inglesas como “boom” o “marketing”. Es decir, mejor una palabra española que es torpe e imprecisa que una de origen inglés que expresa exactamente lo que se busca decir. Mediante su sugerencia de que la frase poco elegante “el más grande éxito editorial” sería preferible al uso de la voz best seller (la cual, por cierto, también aparece en el DRAE), se revela la verdad: que la indignación de la Sra. Orellana con respecto a la contaminación inglesa no se basa en consideraciones estéticas ni de claridad, sino en una obsesión casi religiosa con la “pureza”.
Sobra decir que lograr la “pureza” de cualquier idioma es un reto imposible, y también indeseable, pues sin la facilidad que tienen las lenguas para prestarse palabras unas a otras, no existirían los idiomas modernos. O que los léxicos, tanto del inglés como del español, están compuestos en gran medida de palabras de otros idiomas, ya sea el griego, latín antiguo, italiano, árabe, alemán, hindi, japonés, náhuatl, quechua u ojibwa, sin las cuales nuestra capacidad de expresión se vería reducida a unos gruñidos. Cierto está que a veces los préstamos de otros idiomas parecen servir para empobrecer una lengua en vez de enriquecerla, y los traductores deberíamos estar conscientes siempre de las implicaciones ideológicas de elegir una palabra prestada del inglés cuando existe una palabra más aceptada en español con el mismo significado. Por otro lado, si optamos por una circunlocución como “desarrollar una red de contactos sociales y de negocios” para evitar el uso del préstamo “networking”, deberíamos reflexionar sobre si en realidad no estamos buscando reprimir la evolución natural del idioma con nuestros esfuerzos de protegerlo del anglovirus.
Con esta crítica de la postura que Marina Orellana parece asumir en su libro Buenas y malas palabras no es mi intención menospreciar su trabajo como traductora y como mentor de muchos otros traductores del inglés al español. En particular, su Glosario Internacional para el Traductor representa una gran aportación a la profesión y ha sido un gran apoyo para los traductores que trabajan en el par inglés-español. Sin embargo, creo que su afán de proteger la “pureza” del idioma refleja una idea equivocada sobre la naturaleza de los idiomas, los cuales son entidades con vida propia que no se interesan en nuestros esfuerzos de controlarlos o limitarlos. Tal como comenta Nataly Kelly, que un traductor se indigne sobre la evidencia de la evolución de nuestro idioma es tan absurdo como un botanista que reprende a una planta por cambiar de color. Si el cambio nos ofende, deberíamos reflexionar sobre las presuposiciones ideológicas en que se basa nuestra reacción.
Me parece muy bueno el artículo, pues siempre hay una postura ideológica en cualquier planteamiento que se quiera sostener, pero efectivamente hablar de purezas del lenguaje nos aísla de compartir el lenguaje que se usa en nuestro contexto; por ejemplo, si cambias de país, como en mi caso, tienes que aprender palabras que antes no usabas porque de otra forma no te van a entender y no me refiero al idioma en sí, sino a palabras precisas para denotar algo en particular.
hablar sobre una pureza idiomática o lingüística, es negar la diversidad de expresión y sentido de las cosas, es convertirnos en una isla. La pureza como tal no existe, ni lingüística, racial o de pensamiento.
Si bien es cierto que el uso del idioma es subjetivo, ya que responde a la región particular en la que se habla, no creo que la intención de Orellana sea autoproclamarse protectora de la pureza del español sino simplemente indicar ciertos problemas de interferencia que se ven a diario en traducciones “profesionales”. La mayor influencia sobre el idioma español la ejerce indudablemente el inglés, sin que esto signifique que los hispanohablantes odiemos dicho idioma. Se trata de un simple hecho. No hay duda de que con la tecnología, la influencia de la lengua franca se ha incrementado aún más y es importante preservar el uso correcto de la lengua española (sin llegar a extremos, por supuesto), aceptando los términos pertinentes que provengan del inglés, pero al mismo tiempo haciendo hincapié en las convenciones del idioma español. Lamentablemente, en las traducciones profesionales se ven errores garrafales (como “consistente” por “consistent”) que no deberían alentarse solo porque algunos hispanos los comprenden.
Hola María, muchas gracias por tu comentario, el cual plantea un matiz muy importante para esta discusión. En efecto, es muy importante distinguir aquí entre la identificación de problemas de interferencia lingüística (tal como se ejemplifica muy bien con tu ejemplo de “consistent” y “consistente”) y la insistencia en evitar a cualquier costo la “invasión” de palabras extranjeras al idioma español. En efecto, estoy completamente de acuerdo contigo, y con Orellana, en cuanto a la importancia de reconocer y evitar errores inconscientes como la utilización de falsos amigos. Es solo el rechazo de Orellana del uso consciente en español de préstamos del inglés, como “boom” o “marketing”, y su caracterización de dicho uso como una “contaminación” que me parece cuestionable, pues apela a un discurso de pureza lingüística que no tiene cabida en el ámbito de la lingüística, cuyo propósito no es prescriptivo, sino descriptivo.