Martha Bátiz
Lo bueno es que aquí nadie lo ve feo a uno, digo, nadie se le queda a uno mirando, es de mala educación y la gente en esta ciudad es muy discreta, lo que sea de cada quien. Cuando alguien se sube al tranvía con un perro caliente en la mano y todo el carro empieza a oler a cebolla, nadie protesta; cuando entra uno que parece que no se ha bañado en tres meses, los más sensibles, a lo mucho, se cambian de asiento, pero no pasa de ahí.
Yo no puedo. Me quito, me bajo de plano a esperar el tranvía que sigue –que normalmente viene pegadito atrás, porque en vez de coordinarse para pasar con regularidad y espacio, a los choferes parece que les gusta jugar a los elefantes y que los tranvías vayan uno atrás del otro en grupos de dos o de tres como si fueran agarrándose las colas con las trompas. Andele, los tranvías son como elefantes, así, lentos, grandotes, pesados. Estorbosos, pues. Más bien, por lo viejos, a veces se me figura que fueran mamuts. Pero bueno, en ciudades como ésta donde uno sale a trabajar a treinta grados abajo de cero, a todo se acostumbra uno, hasta a viajar en mamut. Le voy a confesar que a lo que sí he visto que le ponen cara de disgusto es a los bebés llorando, como si fuera culpa de ellos ir todos apretados ahí cuando eso está que no cabe ni el aire para respirar, o en uno de esos rebozos modernos donde ahora las mamás se cuelgan a los niños como accesorio que hace juego con la bolsa y los zapatos. En estos tranvías ni cabe una carreola, qué bueno que no tengo hijos ni quiero tener, sería una pesadilla vivir aquí y tener que salir a alguna parte. Para eso mejor un perro. A los perros hasta les sonríen y los apapachan. La gente que no habla nunca de pronto se pone a preguntar cosas, “cómo se llama” o “qué tierno”, dicen con una dulzura y voz chillona que ni quien los aguante. Ni que los perros fueran qué, la verdad. Aunque a veces pienso que en mi próxima vida quiero ser uno de esos perrillos consentidos que usan botas en invierno, ha de ser a todo dar, seguro comen mejor que mucha gente que conozco acá y allá en mi pueblo y en muchos otros lados que ni sé.
No, no me estoy quejando, es bonita la ciudad. Tiene su torrezota que siempre me gusta mirar en la noche, se ve tan bonita. El lago que parece mar. Está padre, pues. Pero no sé si está enterado de la plaga. Ni pareciera que hubiera problemas aquí, ¿no? Eso siempre pasa en estos países donde abunda de todo: uno se fija en lo bueno y lo malo ni lo siente hasta que lo muerde a uno, en serio. Mi papá la única vez que me vino a visitar de México me dijo “ay, mija, este lugar está muy limpio, eso no puede ser sano, te vas a enfermar”. Y claro, yo que llevaba aquí poco tiempo lo traté como si fuera ignorante, como si no tuviera razón. Pero sí tenía. Ahora ya vi que la gente aquí tiene alergias a todo, hay cantidad de cosas que no pueden comer –uno consigue trabajo y para pronto le advierten que no lleve tal o cual cosa de almuerzo porque alguien se puede morir hasta de oler un cacahuate. A ver, ¿en qué país pobre alguien se muere de oler un cacahuate? Nadie. Entre el hambre y el terregal, nadie puede darse semejantes lujos. Luego también cuando fui al mercado con mi papá para hacer la compra y estuvimos viendo las charolas de las carnes, buscando un bistec para freír, me dijo “mira, mija, nomás venden la mitad de la vaca aquí, ¿qué le hacen a la otra mitad? ¿Dónde está lo mero bueno?” Yo no sabía en ese momento y no pude contestarle. Más tarde averigüé que la otra mitad de la vaca se la reparten entre los mercados asiáticos y los que hacen comida para perros. ¿No le digo que ser perro aquí es a todo dar? Ah, pero me distraje, estaba con lo de la plaga. Nadie habla de eso, les da vergüenza. Se llaman bedbugs, o chinches, pues. Y hay un montón. Yo nunca de los nuncas he visto una chinche, pero sí pulgas y piojos y con eso tengo, gracias. Mi mamá se la pasaba recogiendo animalitos de la calle cerca de la casa y siempre venían llenos de pulgas y ella los cubría de detergente y les iba sacando las pulgas una por una. Las partía en dos con las uñas haciéndolas crujir y las juntaba en montoncitos de diez en diez, porque le gustaba contarlas y luego platicarnos “el pobre gatito tenía setenta y ocho pulgas”. Y luego una vez a uno de mis hermanos le pegaron los piojos y nos raparon la cabeza y nunca se me va a olvidar el frío que me dio durante semanas y además lo fea que me sentí hasta que mi pelo dejó de parecer cactus espantado y volvió a crecer. No, yo a esos bichos les tengo no solo respeto, sino pavor. Y las chinches son igualitas que las cucarachas de resistentes, solo que en miniatura. No las mata nada. Ha salido en todos los periódicos, pero parece que a nadie le importa porque todos siguen como si nada. Las chinches son contagiosas. Uno puede estar así nomás parado junto a alguien que las tiene, y ¡zás! Brincan las malvadas y lo agarran a uno de fonda vitalicia. Se adueñan del colchón de la cama, de los sillones y sofás, vaya, hasta en los libros se meten y sobreviven. Una vez una señora que trabajaba en el mismo lugar que yo atendiendo mesas me contó que la invadieron y que tuvo que pasar la aspiradora hasta en el techo todos los días y fumigar cuatro o cinco veces y ni así. Ella pensaba que las había agarrado en el metro o en el tranvía, porque también pueden esconderse en la tela de los asientos y luego pegársele a uno en la ropa. Casi brinqué del susto cuando me dijo. Qué va. De inmediato renuncié a ese trabajo, no me despedí de nadie, la ropa que traía puesta ese último día la herví al llegar a mi casa y me estuve en la regadera con el agua bien caliente hasta que me arrugué de las manos. Y entonces fue que se me ocurrió esta idea.
La verdad, es la primera vez que me preguntan. De cuando vino mi papá y fuimos juntos a Niágara yo tenía guardado este impermeable amarillo. No lo quise tirar porque me recordaba a mi papá y cómo nos divertimos mojándonos atrás de las cataratas, viendo caer toda esa agua interminable, y qué bueno que no lo tiré, porque ahora siempre que salgo lo uso. Y tengo otros, porque volví a ir nada más para pedirles a los turistas que salían del barquito que me regalaran los suyos y muchos me hicieron caso. Tengo como quince de esos azules, pero mi favorito es este amarillo. Es el que me pongo en ocasiones especiales. Siempre que ando por la calle traigo un impermeable puesto, sin importar si hace calor o frío. Escondo bien mi pelo bajo la capucha, para que ni chinches ni piojos se me puedan trepar, y tapo mi ropa con el plástico lo mejor que puedo. Las botas de hule son para progeter la tela de los pantalones, por si de otros pantalones me quiere brincar una chinche. En estos tranvías donde en horas pico uno va tan apretado, ninguna precaución es mucha. No es que quiera espantarlo, usted acaba de llegar y cómo va a saber esto si nadie se lo dice. Ahora ya lo sabe, y ya sabe también por qué con este calorón de agosto estoy vestida así. Hoy es un día especial, por eso ando de amarillo. Empiezo un trabajo nuevo –limpiando vestidores y albercas. A propósito busqué un trabajo donde hubiera agua y cloro para protegerme mejor de la plaga. ¿Ya le dio comezón? Sí, ¿verdad? A veces da comezón cuando uno piensa en estos bichos, qué bárbaro. ¿Sabe de qué me acabo de acordar? ¡La siguiente parada es la mía! Me voy a ir acercando a la puerta, ¿eh? Con permisito. Ah, y ¡bienvenido a Toronto!
Martha Bátiz es una escritora mexicano-canadiense que vive en Toronto desde el 2003. Es doctora en literatura latinoamericana, traductora certificada por la ATA y profesora en la Universidad de York en sus campus de Keele y Glendon. En la Universidad de Toronto dirige un taller de creación literaria que se ofrece en la Escuela de Educación Continua. Es autora de varios libros y su obra ha sido premiada en México, Canadá, España y la República Dominicana. Su más reciente novela, Boca de lobo, fue publicada en inglés por Exile Editions bajo el título The Wolf’s Mouth.
¡Creo que estoy loca porque me identifiqué con la protagaonista! ¡Gracias Martha por este cuento! Me hiciste reír mucho.
Está muy bueno! Me rasqué y rasqué…!!!
JAJAJAJA!
Jajaja! Tal cual el relato. Todo mundo muy discretito pero nadie dice nada sobre las chinches, dicen que Mexico es surrealista pero acá también he visto mucha “bizarrez” y contradicción. Todos se derriten de ternura con los perros y se espantan con los lloriqueos de los bebés y el colmo es que si vas por ahí y empujaste a alguien sin querer (o incluso queriendo!) la persona aún se voltea para pedirte perdón… Raro, pero pues como diría mi abuelita: en todos lados se cocen habas.