Martin Boyd
Y aquí estás, sacándote el frío de los huesos en este cálido café de la acera, los enormes radiadores ardiendo como hogueras desde lo alto, en cada esquina del techo, y el calor intenso, violento, hace que la piel tiesa de tu rostro se ruborice, y tus dedos, demasiado rígidos para poder agarrar algo, como si millones de años de evolución se hubieran rebobinado, y aquí estás, Hombre de Neanderthal, o algo anterior, una criatura que carece de pulgares oponibles, que carece de la capacidad de agarrar, remueves con desgarbo las monedas sobre la palma de tu mano…
… cuentas el importe necesario, cincuenta, setenta y cinco, ochenta y cinco, y por culpa de tu torpeza prehistórica uno de tus dedazos de simio tira un dólar al suelo y la moneda retumba con el estruendo de un trueno, y todas las miradas se clavan en ti mientras te encorvas, arqueas la espalda como el ser primitivo que eres y te apresuras detrás de tu pedacito de metal. Y mientras te enderezas, volviendo a evolucionar en homo erectus – “¡Así se hace! ¡Evoluciona! ¡Evoluciona!” grita tu cerebro insolente, burlándose de ti como esos ojos… dos, cuatro, has contado hasta seis. Cuatro pertenecen a las dos personas delante de ti en la cola, fríos y delatores, te acusan de no haber evolucionado como ellas. Pero los últimos dos ojos son oscuros, impenetrables y tal vez, posiblemente, solidarios. Pertenecen a la chica detrás de la barra, dos ojos grandes plantados en un rostro pequeño y redondo, y te sorprende que se trate de una chica nueva, nunca antes la habías visto. Te acordarías de ella, comentas para tus adentros con algo de malicia, mientras la examinas desde esa distancia que te resguarda, seguro de que ya ha desviado la mirada y está atendiendo a los deseos del cliente número uno, un hombre alto y huesudo que lleva un par de gafas pequeñas y redondas, de esas que John Lennon puso de moda, y que le saca treinta centímetros, por lo que ella tiene que estirar el cuello para cruzar su mirada, ese cuello largo y delicado que baja hasta la camiseta de color blanco, blanco puro, como las nubes en un día de verano, sus pechos se yerguen bajo el tejido, curvilíneos como los cúmulos en el cielo, y tú estás tumbado en un parque, mirando hacia arriba, jugando a encontrar una forma para cada nube, poniéndoles nombres, esa es un barco, y aquella el rostro de una mujer, y anda, mira, ahí están dos pechos flotando en el cielo encima de ti, y Freud apunta todo esto en su cuadernillo, sacando absurdas conclusiones sobre tu madre. Pero la voz del hombre desaparece, cubierta por la de ella, que es suave, cantarina, “¿Quiere que se lo caliente?” pregunta, y el cliente número uno hace algún comentario que no puedes oír, se parece un poco a Freud, observas, más a Freud que a John Lennon, y ella se ríe, no, no porque tu pequeña comparación le haga gracia, sino por lo que sea que Freud le ha dicho, y su sonrisa es perfecta, labios rosados y dientes rectos y blancos, tan blancos, tan, tan blancos. “¿Quiere que le añada azúcar?” Suena como una canción, o como una dulce oferta en aquel día de verano en el parque, con esas grandes nubes blancas pasando sobre tu cabeza, y de pronto se transforma en un baile cuando ella toma el dinero de la mano de Freud y teclea sobre la caja, que obedece a su toque abriéndose de repente con un tintineo, y deja caer las monedas en sus respectivos compartimientos con movimientos delicados de esos dedos finos y largos, las de diez aquí, las de veinte allá, muchas gracias. Luego desliza la mirada hacia la cliente número dos. Tan solo les separa una persona, ¿qué le vas a decir cuando llegue tu turno? La primera impresión es importante, dicen, pero tu cerebro se empeña en llevarte de vuelta al parque para que observes las nubes, y ella frunce el ceño, solo es un momento, y sientes que te está regañando, “¡vete de mi parque!” te está diciendo, aunque la verdad es que simplemente le está costando entender a la cliente número dos, una mujer mayor con un marcado acento irlandés, y en seguida su expresión se distiende, la sombra de una sonrisa se dibuja de nuevo en sus labios. Pero ¿qué le dirás? ¿Qué tal “un café con leche, por favor”? Es una broma, tu cerebro se vuelve a mofar de ti, y ella se da la vuelta y se aleja de la barra para ir a buscar una botella de jugo de naranja en el almacén, y sus movimientos son exquisitos, como una danza, como un ballet, se te ocurre que sin duda es una bailarina que espera alcanzar el éxito en el Ballet Nacional y entretanto trabaja en este café para no quedarse sin hacer nada, y no es fácil, se mudó aquí desde el campo, y no conoce a nadie, y se siente tan sola… ¿Pero qué sabes tú de ballet? ¿Qué sabes de la elegancia y de la postura, Hombre de Neanderthal? Ahh, pero tú eres ingenioso y encantador, eres bueno con las palabras, vas a conseguir impresionarla, y aquí está de vuelta otra vez, ha terminado de atender a la irlandesa bajita, la despacha con una sonrisa, y ahora te toca a ti, esa sonrisa está dirigida a ti, como un regalo, como un arma, como algo que podría golpearte, como algo muy, muy acogedor. “Buenos días, ¿qué desea?” pregunta, y su voz es una canción, una canción conocida que no consigues recordar por completo. Pero tienes que contestar de inmediato, antes de que esas dos líneas surjan en su ceño como espadas cruzadas, tienes que evitar que aparezcan, así que contestas en seguida: “Un café con leche, por favor”. Y ella se da la vuelta como si la hubieras ofendido, se dirige hacia la máquina del café, pero desde tu posición consigues observarla, observar su cuerpo entero, puedes ver el punto en el que su camiseta blanca se enrolla un poco en la parte baja de la espalda, metida dentro de esos pantalones negros, ceñidos como si fueran un traje de buzo, como si alguien los hubiera pintado sobre su piel, pintado, sí, como en un cuadro, y ella misma podría ser un cuadro, ahí de pie en esa pose reflexiva, sosteniendo la jarra de la espuma de leche, un pie un poco levantado, una rodilla un poco doblada y una mano apoyada sobre su cadera, ella es un cuadro, “Mujer preparando un café”, de Rubens, o de Botticelli, o de uno de esos pintores renacentistas cuyos nombres suenan a nombres de cafés. Pero se ha dado la vuelta, ahora puedes ver solo su espalda, y la imaginas mientras se aleja. “Ya estoy harta de ti”, te dice, “Me ves como un cuadro, como una nube. No soy una persona para ti”. ¿Y qué puedes decir en tu defensa? Te está dejando, después de todo lo que vivieron juntos, de todos los juegos en el parque, y las bellas artes, y tú tuviste fe en ella, siempre apoyaste su aspiración de entrar en el Ballet Nacional, le dijiste que tenía talento, que era mucho más que una simple cara bonita. Pero ella no te cree. “Me usaste”, dice, y se va, golpeando las teclas de la caja, furiosa por tu traición. No puede perdonarte. Se acabó, o quizás nunca pudo ser. Ahora vuelve con tu café y con una sonrisa para ti, un gesto de despedida, un modo de darte las gracias por ese amor que se desvanece. “¿Es todo?” pregunta. Y tú tomas el vaso de papel de sus manos, rozando sus largos dedos con tus muñones fríos y primitivos. “Sí”, contestas, y tu voz es un lamento sofocado. “Es todo”.
Traducido por Marta Rota Núñez